En el principio no se da «ser» alguno: en el principio tiene lugar el «nacer». Él es la apertura sin la cual no podríamos haber accedido a nuestra vida ni al mundo con que ella se anuncia, es decir, al propio nacido que somos y con ello a lo naciente. Es verdad que las «cosas» que el neonato comienza a descubrir —y a liberar su manifestación— aparecen ya siendo ahí, como mundo que nos precede. Pero esa precedencia sólo resulta abierta por el nacido que, desde su efectiva inauguración, ha comenzado a trascenderle.
Antes de todo aprendizaje de la «realidad», tiene lugar la apertura inconmensurable desde la que comienza a esbozarse toda configuración, y, con ella, la de los otros y la del mundo en que nos ha sido dado aparecer. Algo más tarde, con el progresivo trato liberado en lo abierto, no sólo habría tenido lugar su incomparable irrupción en él, sino también la callada experiencia de un íntimo secreto: el visitante comienza existir con la callada certeza de ser único, de haber venido a un mundo con el abrumador privilegio de lo inédito.
Nada, pues, de continuidad de ser, sólo el maravillado acontecimiento del nacer — y del seguir indefinidamente naciendo.
Eso es la ex-sistencia, la triple ex-sistencia de a que se rehúsa a toda captura. Mi ser, lo absoluto de mi ser no es más que una suposición, y mi ex-sistencia no es más que lo que escapa a toda captura por mis modos de gozar. Yo existo en lo que ex-siste a mi goce, y eso inalcanzable que me tienta en su ex-sistencia es el vacío con el que pretendo establecer mi ser.
