Antes de ser hija de un famoso psicoanalista, Sibylle Lacan es ante todo una escritora.
Dos libros, Un padre y Puntos suspensivos, hacen que la memoria brote a través de una forma breve.
Su lenguaje es preciso, elegante, impactante.
Le gustaba que las frases le llegaran con abandono, como un manto de prosa que rodara libremente hacia ella.
Y que el lenguaje dijera la epifanía, como el relámpago: que la sintaxis se volviese dúctil a lo más singular.
Ella le señalaba su sitio a la desgracia, su filiación le parecía que estaba manchada por la ausencia del padre.
Decía de sí misma: «Soy el fruto de la desesperación, algunos dirán que del deseo, pero yo no les creo».
Quienes la conocieron, sin embargo, saben hasta qué punto estuvo viva, con una intensidad a veces dolorosa, pero con una alegría de infancia sin concesiones.
Un alma noble, íntegra, generosa, y, bajo las cepas de espinos, llena de fantasía.
Sibylle Lacan (1940 - 2013), en sus dos libros publicados (y reunidos aquí en un solo volumen: Un padre, de 1994 y Puntos suspensivos, de 2000), propone «cabos» para confeccionar dos puzzles hechos de pequeños detalles, que así reunidos nos han de entregar no sólo las figuras de su padre y de su madre, sino toda la extensión de una vida vivida con dolor. Vida de la que ella no quería que destilara ni una gota de lástima, sino todo lo contrario: la clara conciencia de haber logrado lo que, puesta a escribir, tanto buscaba: una tenencia de sí en la que, reconciliada, terminar.
Jean Ristat decía de ella: «Hay un tono propio de Sibylle Lacan, hecho de sencillez, de retención sensible, de pudor, de emoción contenida, tal como en la superficie de un agua aparentemente tranquila se ve el pliegue de un temblor, la huella de una lucha interior violenta: la manifestación de la vida cuya escritura es el instrumento contra la muerte revanchista. En estas páginas, no encontraremos ni pathos ni complacencia en la evocación del dolor, sino un arte de la alusión, donde la ternura, la generosidad son los signos de la afirmación de una mujer hoy serena que, después de una larga reconquista de sí misma, observa el mundo con amor y generosidad.»
Un padre. El artículo indeterminado del título podrá parecer paradójico cuando se sabe que a la autora le cabría reivindicar la pertenencia o la propiedad de un apellido de renombre: el de «su» padre, «un» padre acerca del que Sibylle Lacan se pregunta qué clase de padre (no hombre, no psicoanalista) fue «para mí».
La relación de cualquier muchacha con su padre lleva siempre en ella un pequeño rincón de infierno. Pero lo que da pruebas de ese desamparo cuando el tiempo pasa es el amor herido en el lugar mismo de nuestra lengua. Por eso, este libro no puede definirse como una novela o una autobiografía, sino como la voluntad frenética de expresión y autenticidad por la cual una mujer conquista su propia lengua.
